Lust for Life (Gracias Iggy)

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Una conclusión que sostengo hace años: el café huele mucho mejor de lo que sabe.
Y por favor no me malinterpreten eh, soy una verdadera amante del café ☕. Hasta podría decirse que soy un poco pesimista por disfrutar tanto de algo, incluso sabiendo que esa alegría tiene un límite: un umbral de decepción que cruzo cada mañana con el primer sorbo.

Si les gusta el café —o incluso si no, porque eso significa que al menos lo probaron— probablemente sepan de qué hablo. Cada vez que entramos en una cafetería, nos envuelve ese olor. Y no me refiero sólo al aroma que nos da esperanza al empezar el día —esa promesa tentadora, lista para empujarnos a ganar la batalla contra el fantasma que nos retiene atados a la cama. No. Me refiero al olor en sí. Ese que, en los dibujos animados, se ve como una nube flotante que arrastra al personaje por la nariz hasta la cocina.

Hasta que llega el momento de la dura verdad de la adultez: el primer sorbo.
Sí, es rico, realmente rico, sigue siendo reconfortante después de despertarse… Pero, no es lo mismo que su olor.
Hay una especie de puente entre la nariz y la boca que parece desconectado —y esa es una negociación que aceptamos en silencio a diario.

La razón por la que empecé a tomar café fue por tradición familiar: un pase para entrar en la conversación después de cada comida, una excusa para sentarme y compartir con mis seres queridos. Un símbolo de compañía.
Después entendí que muchas personas compartían ese mismo camino: historias de familias y encuentros alrededor de la mesa y el sillón. Incluso mis escritores favoritos hablan del café en sus libros.
Pero, a pesar de ese ritual compartido, no me queda del todo claro si la decepción también lo es.
Y como, honestamente, no me considero una persona pesimista —más bien, diría que soy todo lo contrario😅—, voy a darle un giro de 180° a este sentimiento y compartir mi más reciente conclusión:

La distancia entre el olor del café y su sabor no es otra cosa que el deseo de vivir –el hambre de vida que tenemos. [O, lo que Iggy Pop tituló en su canción 🎶Lust for Life🎶].

Un impulso.
Una necesidad.
La sed de más.
La curiosidad por tender el puente y descubrir lo que yace en medio.
Esa duda insaldable: ¿los demás sentirán lo mismo que yo?
O mejor aún —¿cómo lo sentirán? ¿Olerán y saborearán lo mismo que yo?
Así del café, como de la vida.

Hay profundo anhelo que vive entre el aroma y el sabor —un espacio donde el deseo se cruza con la curiosidad, y la vida nos recuerda, casi como en voz baja, cuánto más hay aún por sentir.

El espacio entre esos dos sentidos podría ser la analogía perfecta de lo incierta que puede volverse la vida cada vez que intentamos justificarla, cuestionarla o analizarla.
No hay una respuesta para eso.
Así como tampoco se trata de descubrir ni de entrenar un nuevo sentido entre el gusto y el olfato.
No. Se trata simplemente de ese espacio intermedio. “Mind the gap” – como se anuncia en el metro Londinense, para que prestemos atención al hueco entre el tren y el andén. Ese espacio al que debemos atender y que tiene que existir.

Nacemos y morimos —dos eventos específicos en el espacio-tiempo. (Por favor, en este caso –al menos, no hablemos de física cuántica). Pero la vida en sí ocurre entre esos dos puntos. Más corta o más larga, con infinitas formas, calidades, aventuras, historias. Con más o menos amor. Picante, amarga, loca, rica, pobre, arruinada, horrible, increíble. Todos los adjetivos que podríamos usar para describir –o discutir- sobre un olor o un sabor, también. Todos esos, y muchísimos más, pueden usarse para describir ese espacio entre el nacimiento y la muerte que es la vida.

Y cualquiera que haya disfrutado alguna vez del placer de oler algo agradable, tentador, y probar algo que dé sensación de consuelo o satisfacción, entenderá ahora lo que quiero decir cuando afirmo que tiene todo el sentido del mundo querer más de eso. No todo en un solo día, claro —hay que cuidar la química del cerebro🥴🤯☕—, sino día tras día.

— “Sí, un café, por favor.
Y ahí va otra vez —el espacio entre el aroma y el sabor.
Y otro día más en esta vida que podemos disfrutar, saborear, perseguir, cuestionar, discutir, reflexionar, sentir, ganar, perder, fallar, decepcionarnos, tener éxito, cagarla, llorar, reír, gritar, comer, dormir, gozar, bailar y todo eso, una y otra vez.
Así como con el café —no todo de golpe, pero al menos un poco de algo de todo eso cada día. Por todos los días que todavía nos quedan por venir.
_¿Que si acepto la distancia entre el olor y el sabor?
_Obvio que sí.
De hecho, por favor ¡no duden en ampliarla!
Expandan todo lo posible y más la riqueza de mis (y sus) sentidos, porque, SIN DUDA ALGUNA quiero una vida larga y repleta de adjetivos.

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