Hace unos días estaba sentada en el escritorio de mi dormitorio, que da a la ventana a la calle, cuando de pronto me inundó una profunda sensación de paz mientras miraba hacia afuera. Al principio no supe qué era lo que había cambiado, por qué había surgido en mí esa calma repentina justo entonces, y no antes ni después.
Honestamente, soy del tipo de personas que se preguntan VARIAS veces al día por qué vivo en una ciudad, considerando la dificultad que tengo para tolerar muchos de los tantísimos inputs sensoriales que sobreabundan en la urbe —todos ellos, a mi entender, invasivos y forzadamente naturalizados.
Casi como una nena jugando a encontrar la diferencia entre dos imágenes que parecen idénticas a simple vista, me detuve a observar la escena a ver si identificaba qué había cambiado. Y entonces lo noté: estaba asistiendo al momento bisagra de la jornada.
La ciudad estaba transicionando de la luz natural del día a la oscuridad de la noche, y sucedió entonces un evento que pasa de lo más desapercibido pero que puede resultar profundamente placentero: ese instante de penumbra que baña la ciudad previo a que las luces artificiales de la calle se enciendan. Lo más asombroso fue que mi cuerpo y mis sentidos reaccionaron a ese cambio antes de que mi mente pudiera nombrarlo o entenderlo.
Para mi psique fue como si la Matrix se hubiera topado con una singularidad matemática excepcional, que el gran programador aún no sabe cómo resolver.
Y ahí estaba yo, testigo de ese instante. Una pausa fuera del guion, una escena sin edición, donde todo oscurece a su ritmo, sin intervenciones ni luces ajenas. Ese preciso momento donde tenemos la bellísima oportunidad de ver las cosas oscurecerse a su manera, naturalmente, sin artilugios ni fuentes externas. Ese lapso donde podemos —aunque sea por un momento— permitirle a nuestros ojos acomodarse a la poca luz del entorno y descubrir qué vemos realmente cuando miramos. Dónde va nuestra mirada cuando no es normalizada ni dirigida. Darle al cerebro un poco de autonomía, creatividad, y por qué no, volvernos un poco más reptiles y menos racionales. Dejar que el resto de nuestros sentidos se enciendan, y elegir cómo y por dónde caminamos, cuando son la voluntad y la serenidad las que nos guían, antes que las líneas rectas de las farolas y los bordes de la vereda.
Esa penumbra, por poco que dure, es un recordatorio fugaz de que el tiempo aún nos pertenece. Que ni el ritmo de la ciudad, ni la sociedad, ni Instagram, o acaso el deber ser o hacer, han logrado arrebatárnoslo del todo. Porque todos ellos, por un instante, pasaron también a la sombra de la obsolescencia.
Aún hay esperanza. Aún quedan momentos fuera del tiempo de lo ajeno, de todo lo demás.
Todavía quedan instantes no-regulados donde podemos ser lobos solitarios, egoístas, ensimismados. Delirantes abstraídos de la realidad, sea cual sea, rebeldes ante toda norma o reloj acordado —aunque sólo sea por un instante.
Eso, al menos, hasta que las luces de la calle vuelvan a dirigir todas las sombras hacia un único punto de fuga.
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