Desde chica crecí con perros a mi alrededor. Siempre los he amado. Keeper y Layla, nuestras bóxer, junto con Brenda—una basset hound, me enseñaron todo sobre la importancia del juego, y el mantener viva a mi niña interna a lo largo de mi vida.
A los cinco o seis años de edad, un perro del campo de mis abuelos me mordió en la cara cuando trataba de darle de comer. (La realidad es que mi «trataba» era en verdad darle un pan a toda costa, en lugar de aceptar el NO del animal). La escena terminó, por supuesto, con toda mi familia corriendo a urgencias a que me cosieran la zona de la boca donde me mordió, y una semana de tratamiento antirrábico a posteriori. Nada divertido, dicho sea de paso. A pesar de todo, gracias a la completa falta de miedos típica de la niñez, y el haber sido criada en contacto con animales, siempre amé tenerlos a mi alrededor. Eso, y jugar.
Vivimos unos 19 o 20 años colmados de amor perruno y la energía característica de nuestras bóxers, hasta el momento en que Layla falleció. El golpe emocional fue tan grande para nosotros, que nadie quiso volver a tener perros ni pasar por eso de nuevo. En ese entonces, yo estudiaba y vivía en otra ciudad y tardé muchísimos meses en volver a casa —hasta que mis padres me dijeron que tenía que enfrentarlo. Volver a casa y aceptar escuchar el timbre de la puerta y que el ladrido de Layla no siguiera detrás.
Pero el universo tenía otro plan al parecer. Muchos meses después —o quizá un año, un gato blanco empezó a venir a la puerta de casa y merodear de manera curiosa. Mamá es bióloga (y madre), así que cuando lo notó, empezó a dejarle platitos de atún y agua, hasta que acabamos comprando alimento, debido a las más y más frecuentes visitas.
Al principio lo espiábamos desde la ventana del living, cual paparazis. Visto desde fuera debíamos parecer el elenco de alguna peli de Wes Anderson: la típica familia rara que observa a la criatura independiente y elegante, a través de la ventana. Como si la casa fuera el zoológico y nosotros los extraños tratando de entender la maravilla de la naturaleza sucediendo afuera.
Más o menos estamos tod@s de acuerdo, ¿no? En general, la gente que crece con perros no sabe cómo comportarse o tratar a los gatos, y viceversa. A menos que se trate de personas que hayan tenido la suerte de crecer con ambos, claro.
Una tarde cualquiera de Mayo de 2017, más o menos, una terrible tormenta se desató en Mar del Plata. Las calles de nuestra zona se habían transformado en arroyos con el agua corriendo muy rápido, y el viento soplaba muy fuerte. Así que, a raíz de esto, nuestro visitante blanco se refugió en el hall de casa, donde solíamos dejarle comida. Como lo vimos asustado, decidimos abrirle la puerta de casa y que entre. Fue así como pasamos de ser cuatro a ser una familia de cinco, de nuevo. El quinto Beatle había llegado😅.
De común acuerdo, empezamos a llamarlo Winter (sí, en ese momento estábamos viendo la cuarta temporada de Game of Thrones, y John Snow resultaba demasiado largo 😂🤓). La historia completa sobre cómo construimos nuestra relación con Winter tiene muchos capítulos, entre ridículos y divertidos, pero ahora sí quiero ir al punto de este relato:
Los gatos van a enseñarles todo acerca del arte de poner Límites.
Sin duda alguna.
Vamos a evitar compararlos con los perros. No es necesario formar bandos ni nada parecido. Simplemente son diferentes y ahí reside la magia de ambos.
Los gatos van a dejar en claro sus límites de inmediato. Con ellos esto de alzarlos, tocarlos o andarles alrededor, no es posible simplemente porque un@ quiera. Tiene que ser siempre de común acuerdo entre ambas partes. Y si ellos quieren algo, sin duda alguna lo van a comunicar. Ya sea con sonidos, miradas o movimientos, sus modos de comunicar son asertivos y MUY persuasivos. La relación con un gato es completamente horizontal o simplemente no es. Los gatos nos eligen y si no, se van. De la misma manera que nos comunican cuando algo es suficiente. Y si por algún motivo no interpretaste el mensaje, bueno, siempre existe el recurso más efectivo por su parte: scratch!! Hola, rasguño 😅🥴.
Los gatos se toman su tiempo, son observadores y nunca permanecen donde no quieren estar. Tienen preferencias y gustos muy claros —incluso si eso significa elegir una caja de cartón, antes que el sillón más cómodo del living. Y todos esos gustos van mutando tras ciertos períodos. Si prestan atención, van a empezar a notar que tienen épocas o temporadas entre los que rotan sus preferencias.
Así es que resultan espejos increíbles de nuestro propio comportamiento. ¿Cuántas veces se han encontrado ustedes mism@s en relaciones donde llega un punto en que es extremadamente necesario aprender a poner límites? Ya sean relaciones laborales, familiares o afectivas, son esos limites la clave que hace posible la sostenibilidad de esos vínculos como saludables.
Los gatos no fingen. No mantienen ningún compromiso por temor al rechazo, ni asisten a lugares donde no quieren estar. Si lo único que quieren es comida y un lugar donde dormir o pasar la noche (que, honestamente, con los seres humanos puede suceder igual), son transparentes al respecto. Cero ambigüedad. Toman lo que vinieron a buscar y se van.
Las negociaciones con los gatos son el mix perfecto entre encanto y códigos. Nunca dudan en expresar un NO —ténganlo siempre presente o arañazo! Y en este sentido son grandes modelos para integrar comportamientos más honestos y saludables.
En mi caso con Winter, no sólo aprendí a respetar los límites de los demás, sino a identificar la necesidad de comunicar los míos. Dejando el miedo al rechazo o a no ser elegida a un lado, de una vez y para siempre. Porque, honestamente, nadie quiere permanecer donde no es querid@ ni bienvenid@.
Eso sí, con todo lo dicho y considerando tantos siglos de desarrollar y refinar el lenguaje escrito y hablado, creo que como seres humanos podríamos intentar comunicar nuestros límites sin llegar a los rasguños como recurso. 🤓😅
Ahora les pregunto, ¿Cómo son sus relaciones respecto de la puesta de límites?
¿Valorarían incorporar estas lecciones felinas a sus vínculos personales? ¿U optarían por la versión más radical del tipo «más conozco a las personas, más prefiero a mi gato/perro»?
… En cualquiera de los casos, espero la opción rasguño no sea la ganadora. 😉
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