Hay una sensación que me inunda cada fin de temporada, los días de fines de Agosto y Septiembre, que es la de vivir el final del verano como si fuese el final de la vida.
Si lo reconsidero, puede que sea una emoción heredada de la adolescencia, de cuando iba al colegio y hasta de los primeros años en la universidad. Se acercaba el fin del verano y con él, el final de la libertad, de las posibilidades infinitas de lo que la vida podía ser y las inciertas aventuras por venir de los días futuros.
La asociación del verano con la libertad es un matrimonio feliz casi como ningún otro para mí.
El verano en esos años era la época donde había un permiso intrínseco -casi para todxs por igual- para irnos de casa por la mañana, sin tener la más mínima idea de qué responder a la pregunta de mamá o papá de “¿A qué hora volvés?”. A ese interrogante se respondía un “No seee, porque después del club/la playa blablabla…”, y el único final discernible de esa frase era el ruido de la puerta al cerrarse.
El verano era el triunfo máximo de la impunidad del adolescente feliz. Tres palabras que no combinan fácilmente en cualquier oración, mucho menos en esa etapa de la vida.

Durante la temporada estival nos íbamos a dormir cada noche con un vago esbozo del inicio del día siguiente, pero nunca planeando su desarrollo ni final. Era la aventura del presente continuo en su máximo esplendor. Amanecer, comer frutas abundantes de jugo, sabor y color, ropa ligera, pocas decisiones y también poco que llevar -sólo no olvidar la ropa interior para cambiarnos, en caso de que el último chapuzón fuese tarde en la noche-; el llamado de una amiga o amigo para dar pie al primer plan del día y, con eso, el inicio de la aventura. Irse de casa sin más tareas que disfrutar y coleccionar amigxs. Entregarse al rito de rodearnos de ellxs, teniendo quizá en el rango de la vista periférica, casi como por accidente, al amor de turno… una especie de lujo pasajero 😉 .
A medida que lo rememoro, creo que ese desconocimiento del devenir del día y del verano en su totalidad, era la clave de la libertad. No saber ni querer saber; sólo querer vivir. Sed y sobredosis de vida, todo junto y todo sano. No había cabida para la posibilidad de que algo fuese en vano; todo lo contrario, el vivir por vivir sin más, la experiencia que tocase, ese era el fin primero y también el último del verano. Vivir sin más y nunca en vano.
Y así, con el paso de las semanas, llegaba Febrero -en ese entonces en el hemisferio sur-, y empezaba a aparecer con el avance del mes ese sabor a que la vida se iba acabando. Para colmo de males, Febrero es el mes más corto del año. Después del carnaval ya se percibía y hablaba del fantasma de los horarios, la escuela, la institución de los deberes y las tareas, el frío que vendría, las rutinas y el horario límite para volver a casa antes de la cena (y aún antes también, para la ducha). Toda esa lista y su lastre empezaban a alimentar ese sinsabor de despedirnos del verano y con él de la libertad y la vida.
Hace más de una década que terminé la escuela y también más de una década que terminé la universidad. Ahora, de hecho, vivo en el hemisferio norte y tuve que negociar el intercambio de temporadas y meses, como parte de mi adaptación. Sin embargo, y aunque le gané horas al verano, llegan los últimos días de Agosto y con ellos, vuelve a mí la sensación del inminente fin de la vida. Algo nos va siendo arrebatado a medida que el calor se retira del ambiente, los cuerpos y la agenda diaria.
¿Se puede sentir nostalgia de manera anticipada? Sí, obvio que se puede. Y es justamente eso a lo que me refiero si tengo que describir la sensación repentina que empieza a aparecer a finales del verano. Es una nostalgia que es suscitada por el recuerdo de la libertad perdida, a la que nos sometíamos año tras año con la conclusión de la temporada.
Y es que es una sensación tan profunda que, aunque parezca una hipérbole, debe de ser una de las razones subyacentes para que tantos adultos vivan hoy persiguiendo veranos a lo largo del año. Saltando entre hemisferios, yendo tras el sol y la afamada libertad de la inmortalidad adolescente.
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